EL PRIMER CONEJO BLANCO

Hace mucho tiempo, en un año de fuerte sequía, todos los animales de la pradera huyeron hacia el norte en busca de agua.

Ese mismo invierno, el joven cazador de piel roja Ciervo Veloz tuvo también que partir en busca de alimentos para su pueblo. Un buen día subió a su canoa. Y así, remando y remando llegó muy cerca del Polo Norte.

Cuando desembarcó estaba todo nevado. Enseguida encontró las huellas de un gran alce y las siguió durante mucho rato. Pero el reflejo de la nieve, a la que sus ojos no estaban acostumbrados, acabó cegándole. Y de esa forma se perdió.

Para colmo de males, se desató una fuerte tormenta de viento y nieve. Ciervo Veloz, acurrucado contra el tronco de un árbol, pasó por momentos de angustia. No sabía cuál era la dirección para volver a su canoa y tenía miedo de morir congelado.

De pronto, un pequeño conejo apareció tras el árbol y se ofreció para ayudarle, diciendo:

-Si quieres llegar hasta tu canoa, no tienes más que seguirme. Aunque no veas bien, podrás distinguir fácilmente mi color gris en medio de la blanca nieve.-

Y así fue. El joven piel roja siguió la marcha gris del conejo y, después de un largo camino, llegó hasta donde estaba su canoa.

-Bueno, ¡Adiós!- se despidió el conejito.

-Espera un momento- dijo Ciervo Veloz. -Ahora no puedes volver tu solo, pues las águilas y los zorros y todos tus enemigos te verán fácilmente en medio de la nieve y te atacarán. ¿Por qué no vienes conmigo?

-Es imposible- respondió el conejo. -Tengo que volver porque mi familia me está esperando.

Entonces ocurrió algo maravilloso. Y fue que la magia del dios de los indios hizo que la piel del valiente conejo se volviera tan blanca como la misma nieve. De esa forma ya no podrían verle sus enemigos.

Pero eso no fue todo, porque cuando el conejo llegó a su madriguera descubrió que la piel de su familia se había vuelto tan blanca como la suya.

Desde entonces, los descendientes de aquel generoso conejo son blancos como la nieve.