EL AROMA ROBADO

Érase una vez un hombre muy pobre que vivía en el bosque. Como no tenía dinero se veía obligado a buscar comida entre la basura e incluso a robar. A veces, cuando hacía buen tiempo y se sentía con fuerzas, bajaba al pueblo vecino y deambulaba por sus calles.

Una mañana en la que el Sol brillaba con especial fuerza, el hombre fue a pasear por la calle principal del pueblo. Durante horas se entretuvo mirando escaparates. Por primera vez en mucho tiempo se sentía feliz, feliz de estar vivo y poder disfrutar de los pequeños placeres de la vida.

De repente, su olfato identificó un delicioso aroma en el aire. Era olor de pan caliente. Atraído por el irresistible efluvio, llegó a la panadería del pueblo, donde varias personas hacían cola para comprar pan recién hecho, y pastas para la merienda.

La verdad es que no sentía envidia de esas personas. Lo único que quería era respirar hondo y disfrutar del impresionante aroma a pan. No pedía más. El recuerdo de aquel delicioso olor le daría fuerzas para seguir adelante esa semana.

Así que se detuvo en la puerta y durante unos minutos se limitó a respirar profundo y a saborear el dulce aroma del pan que salía del horno.

Al panadero no le hizo ninguna gracia que un pobre andrajoso entrara en su establecimiento, y mucho menos que se quedara allí, quieto como una estatua.

-Éste me va a ahuyentar a la clientela- se dijo a sí mismo. - No puedo consentir que se pase aquí todo el día aspirando el olor de mis productos y sin comprar nada.

Sin pensárselo dos veces, el panadero llamó a la policía para que detuvieran al pobre.

-Me está robando el delicioso aroma de la tienda- explicó el panadero a los agentes. Y, de inmediato, los guardias arrestaron al pobre y le llevaron a comisaría.

Pocos días después se convocó la vista en la que debían comparecer el panadero y el supuesto ladrón de aromas.

-Este hombre me ha estado robando el aroma de la tahona- declaró el panadero ante el juez.

-Pero si sólo estaba disfrutando del olor del pan recién hecho...- se defendió el pobre. -Yo no he robado nada. Además, no se puede hurtar un aroma.-

El juez estudió las pruebas y finalmente emitió su veredicto:

-Por la autoridad que me ha sido concedida, declaro al acusado culpable de robar los aromas del panadero. Por consiguiente, el reo deberá abonar al susodicho un total de cien libras como indemnización.-

Al oír la sentencia, el pobre lanzó un profundo suspiro.

-Y de dónde voy a sacar cien libras?- se preguntó en voz alta y temblorosa.-

-Le ruego, señoría, que tenga piedad de mí. Soy pobre y sólo dispongo de unos peniques.-

A continuación, el hombre sacó un par de monedas de su bolsillo y se las mostró al juez.

-Tráigame lo que tenga- le ordenó el juez. Y el pobre, cabizbajo, se acercó al estrado y le entregó las monedas.

Con las monedas en la mano, el juez hizo llamar al panadero al estrado. A continuación alargó el brazo para entregárselas pero... antes de hacerlo le pidió al panadero:

-Por favor, obsérvelas con atención, con mucha atención.-

Y eso mismo hizo el panadero, que se detuvo unos instantes a mirar las monedas que el juez sujetaba en la mano.

Cuando parecía que iba a entregárselas al panadero, el juez se giró y se las devolvió al pobre, que se las metió enseguida en el bolsillo.

-Este pobre hombre le ha robado los aromas de la panadería- concluyó el juez.- y acaba usted de ser indemnizado con la misma moneda. Así que con esto doy por cerrado el caso.-