LA PERLA

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Érase una vez, hace miles de años, una ostra que había pasado toda su vida en las profundidades del océano. Su vida se había convertido en un monótono vaivén por las arenas del fondo marino.

Una noche de Luna llena, la luz del astro de la noche, logró penetrar e iluminar hasta las regiones más oscuras del negro océano.

En un rincón del fondo marino, la ostra se percató de la luz que se filtraba, poderosa, a través del agua. Sintió entonces cómo atravesó su dura concha y acarició su corazón.

Por algún motivo que la ostra no logró comprender, sintió una enorme atracción por ese halo de misterio, una atracción que la empujaba hacia la superficie del agua en busca de la fuerte luz.

Así, poco a poco, la ostra fue distanciándose de las arenas del fondo marino hasta alcanzar la superficie, donde quedó prendada por el brillo de la luz de la Luna, cuya intensidad apenas había podido apreciar desde las profundidades del océano.

Era tal la fuerza que irradiaba la Luna, que la ostra no pudo resistir a abrir su concha.

Y así fue como, bajo el hechizo de aquellos rayos, la ostra abrió su concha, aunque sólo unos instantes, el tiempo necesario para atrapar en su interior un halo de luz que la iluminara eternamente.

Dado que la ostra era una criatura mortal, pronto sintió la llamada del océano, que la empujaba con fuerza hacia el fondo marino. Pero para entonces, fruto de su breve pero intenso encuentro con la Luna, una hermosa perla había ya empezado a nacer en su interior. Una perla que sería su fiel acompañante durante toda su vida.

Transcurrieron los años y la ostra envejeció, sin olvidar por un instante el tesoro que escondía en su corazón.

Un día gris y lluvioso, el océano se despertó bravo y turbulento. La silueta de un barco pesquero ensombreció el fondo marino y antes de que se diera cuenta, la ostra quedó atrapada en las redes del pescador. El pánico se apoderó de la ostra, que empezó a temblar, temerosa de lo que pudiera pasarle.

Por fin cayó la noche y la tormenta amainó. Una vez más la Luna llena, la madre de todas las perlas, iluminó el océano a través del cielo gris.

Cuando la vieja ostra miró por última vez hacia el Cielo desde la red en la que había quedado atrapada, se sintió protegida por la poderosa presencia del Creador de perlas.

A continuación, cuando el Creador la tomó entre sus delicadas manos, contuvo la respiración y abrió su concha para mostrarle orgullosa, la hermosa perla que llevaba en su interior.

-Llevo años esperándote, pequeña perla- le dijo suavemente el Creador.

-No podía terminar mi collar eterno sin ti.

Y dicho esto, el Creador cogió la perla entre sus dedos y la enlazó con gran ternura al enorme collar de perlas que se perdía en el horizonte y que él amaba de todo corazón.

De esta forma, la perla pasó a formar parte del inmenso círculo de luz que centelleaba alrededor de la Tierra.

Hoy en día, la Tierra sigue rodeada y protegida por un halo de perlas que se ha convertido en un anillo de luz eterna.

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